Cualquiera que se haya asomado a la filmografía de Robert Zemeckis habrá podido observar que, desde que rodara la primera entrega de la trilogía de ‘Regreso al futuro’ (‘Back to the future’, 1985), la obsesión del cineasta por la tecnología digital y los efectos especiales ha ido en aumento a cada nueva producción en la que se ha embarcado. Visto así, la decisión de hacerse cargo de ‘Polar Express’ (id, 2004) debería ser interpretada como el siguiente estadio en una evolución natural hacia formas cinematográficas que le permitieran explorar, ahora sin limitaciones, todo lo que el “ordenador” era capaz de ofrecerle.
Entre toda esa oferta, Zemeckis fue a fijarse en las muchas posibilidades que, desde diversos puntos de vista, ofrecía al cineasta que quisiera aprovecharlas la técnica de performance capture, que ya se había utilizado en la fallida ‘Final Fantasy: la fuerza interior’ (‘Final Fantasy: The Spirits Within’, Hironobu Sakaguchi, Motonori Sakakibara, 2001) que, en menor escala, habíamos podido ver aplicada en la creación de Gollum y que se convertiría, durante casi ocho años, en la única fijación de un cineasta que casi tira su carrera por el inodoro por un tipo de cine que, desde el comienzo, dejó muy claras sus limitaciones y, porqué no, sus vergüenzas.
Entre las primeras, la más evidente es la que ha caldeado cualquier debate entre cinéfilos en el que se haya hablado de la “sustitución de un actor por su contrapartida digital”. Lejos de querer avivar el fuego en uno u otro sentido, y centrando sólo el discurso en lo que a ‘Polar Express’ atañe —aunque aquí también podríamos incluir a ‘Beowulf’ (id, Robert Zemeckis, 2007)— está muy claro que lo que podíamos ver en los cines hace ahora casi una década nada tiene que ver con aquello con lo que, por ejemplo, nos maravillamos cinco años después al acudir a la proyección de ‘Avatar’ (id, James Cameron, 2009): la torpeza extrema con la que se mueven los personajes de la cinta de Zemeckis, el “acartonamiento” de sus extremidades, y lo hierático de sus expresiones hacían que, al menos en lo que a servidor concierne, la experiencia que la cinta suponía en otros terrenos se viera mermada sobremanera.
Aquí siempre me ha parecido muy curioso la vehemente defensa que el propio director hizo en su momento de las “ilimitadas posbilidades que tenía la técnica de la performance capture” afirmando sobre ella que era el futuro por el que terminaría pasando todo un tipo de cine que no podría visualizarse de otra manera, puntualizando cada vez que tenía ocasión el descenso en los costes de producción —algo que los 150 millones de dólares que se dejó la Warner parecen no respaldar—, y dejando entrever que el paso a la animación digital era el lógico para todo un sesgo de cineastas que no podrían encontrar en las filmación tradicional mezclada con efectos visuales lo que el uso de la grabación con captura de movimiento permitía a aquél que a ella se acercara. Irónico cuanto menos que finalmente fuera él mismo el que merced a tres batacazos de taquilla seguidos cerrara el capítulo que había comenzado con el título que hoy nos ocupa.
Volviendo al discurso de lo que no funciona en ‘Polar Express’ es dolorosamente evidente para cualquiera que la haya visionado en algún momento a ella lo mucho que William Broyles Jr., el firmante del guión, tuvo que alargar las 30 escuetas páginas del cuento original de Chris Van Alsburg. Un cuento al que, como ya pasara con la idea de la que surgió ‘Náufrago’ (‘Cast Away’, 2001), fue Tom Hanks el que le vió el potencial suficiente como para ser trasladado a la gran pantalla.
Con un hilo argumental que se resume en “un niño que está perdiendo la ilusión por la Navidad y se sube a un tren que va al Polo Norte para conocer a Papá Noel”, el proceso de estirado hasta conseguir las casi dos horas de metraje a lo largo de las que se extiende ‘Polar Express’ termina por pasar temprana factura no tanto al ritmo de los acontecimientos, que no paran —aunque ahora habrá que precisar si eso es una virtud o un defecto—, sino a la percepción general acerca de un filme que termina convirtiéndose en la sucesión concatenada de diversos momentos que parecen sacados de la febril imaginación de cualquier ingeniero experto en parques de atracciones.
Sólo así se explican escenas puestas porque sí para prolongar la experiencia visual constante que es la cinta, y momentos como el descarrilamiento del tren en el lago helado, toda la secuencia del vuelo del billete de tren, o aquella que sigue a los niños por el laberinto que es la ciudad de los elfos llegan a exasperar al espectador que busque algo más que los denodados intentos de un director por dejar epatado al respetable. Huelga decir, por tanto, que en lo que al que esto suscribe respecta, el hecho de que el filme “no pare” y ofrezca una continua montaña rusa de emociones visuales no es garante en ningún momento del triunfo de un metraje cuyos mimbres básicos no son más que un endeble amasijo de huesos incapaz de sostener tan prolongada duración.
Con el severo revés que la práctica ausencia de guión supone para cualquier producción cinematográfica —soy de esos románticos que opinan que sin guión no hay cine—, lo que ‘Polar Express’ ofrece es un vacuo artificio que queda lejos de justificarse por su limitado mensaje: por más que su factura sea impecable en algunos aspectos entre los que cabría destacar, cómo no, la asombrosa dirección de Zemeckis y el esfuerzo de Tom Hanks por interpretar a cinco de los personajes que se pasean por la acción, esas vergüenzas a las que me refería al comienzo —¿cómo es que nadie tuvo los reaños suficientes para cortar la cancioncita del chocolate del montaje final?— pesan demasiado de cara a una potencial valoración positiva de un filme que, considerando los parámetros en los que se suelen medir los éxitos y los fracasos en la taquilla norteamericana, fue primer bache e indicativo claro que debería haber servido a Zemeckis como alarma para alejarse lo antes posible de una trayectoria que, como decía antes, casi acaba por arrastrar por el lodo el intachable nombre de un grande del séptimo arte.