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Robert Zemeckis: 'Regreso al futuro III', un final algo desangelado

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Regreso al futuro 3 cartel

Rodadas como comenté el otro día de forma continuada a lo largo de un año —interrumpido por tres semanas de descanso entre el final del de la segunda y el comienzo de esta tercera, y por las dos semanas que siguieron al fallecimiento del padre de Michael J. Fox—, y contando con un presupuesto entre ambas de unos cuarenta millones de dólares, la segunda y tercera entregas de la trilogía de ‘Regreso al futuro’ (‘Back to the Future’, Robert Zemeckis, 1986) suponían la apuesta más fuerte de la Universal para cerrar la década de los ochenta y comenzar la de los noventa. Una apuesta que ya se había saldado en 1989 con resultados muy por debajo de los esperados para ‘Regreso al futuro II’ (‘Back to the Future Part II’, Robert Zemeckis) y que el final de la saga no lograría mejorar.

Si ya con ‘Regreso al futuro II’ apunté la semana pasada que la incapacidad de rescatar el “encanto” de la primera parte jugaba muy en contra de la percepción final de la cinta, con ‘Regreso al futuro III (‘Back to the Future Part III’, Robert Zemeckis, 1990) dicha incapacidad, unida a otros factores que iré comentando en el transcurso de esta entrada, conforman un panorama que aleja aún más a la cinta de la experiencia que había sido ver la cinta original cinco años antes, por más que, en realidad, este viaje al lejano oeste de Marty McFly no sea más que un remedo con mucho polvo y un climax espectacular del esquema argumental de la primera parte.

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Con todo el equipo de la anterior entrega repitiendo de forma íntegra, y un rodaje que se traslado al desierto de Sonora —a 600 kilómetros de Los Ángeles— y a Monument Valley, la anécdota más curiosa que rodeó a la producción de ‘Regreso al futuro III’ es la que tuvo que ver con el “infernal” solape que, durante tres semanas, se dio entre la conclusión de la post-producción de la segunda parte y el comienzo de la filmación de la que hoy nos ocupa, un hecho que traería no pocos quebraderos de cabeza a Robert Zemeckis.

El realizador, que no quería dejar en manos de la segunda unidad el arrancar con el rodaje, mantuvo durante esos veintiún días un horario que sólo le permitía dormir entre cuatro y cinco horas, cogiendo un avión desde Los Ángeles al set a eso de las 4:30 de la madrugada y regresando nada más acabada la jornada a la meca del cine para poder supervisar el montaje final de sonido que Bob Gale había estado controlando en su ausencia diurna, acabando para el director el día casi al filo de la medianoche. En sus propias palabras:

(…) fue muy difícil montar la segunda parte mientras rodábamos la tercera. Ahí es donde pienso que la segunda película sufrió un poco, porque no pude dedicarle toda mi atención. El día no tenía horas suficientes para hacer dos películas y dedicar a ambas toda mi atención.

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Según se cuenta, la idea de que Marty terminara viajando a finales del siglo XIX, a ese período de la historia del que surgió el western —el único género cinematográfico que no existía antes de la aparición del celuloide—, fue del propio Michael J.Fox cuando, todavía en plena producción de la primera parte, respondió a la pregunta de Zemeckis y Gale de adónde le gustaría viajar en el tiempo afirmando que le encantaría “ver el viejo oeste y conocer vaqueros”, una afirmación que se quedó en la memoria de los cineastas hasta que, redactando el guión de la segunda y tercera entregas, decidieron traerla de vuelta.

(Por si todavía queda alguien que no la haya visto, spoilers de aquí al final) Y es que, encadenando con los últimos acontecimientos ocurridos en la segunda parte de la trilogía, Marty se verá obligado a trasladarse cien años en el pasado a 1885 —bueno, setenta sin consideramos que el desplazamiento lo hará desde 1955—, yendo a parar a un Hill Valley en construcción en el que se encontrará con sus tatarabuelos y con el antepasado de Griff, Bufford Tannen, un pistolero con muy mala baba que, como ya ocurriera en las anteriores entregas, se establecerá como el antagonista de nuestro héroe.

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Plagada de innumerables guiños al género, desde que Marty llega a 1885 hasta su agridulce final, uno de los principales problemas de ‘Regreso al futuro III’ es la decisión de Zemeckis y Gale de centrar más la atención del relato en esta ocasión en Doc, inventándose para ello el repentino amor que nace entre el chiflado pero brillante científico y Clara, una profesora recién llegada a Hill Valley encarnada con su habitual candor por Mary Steenburgen.

Los momentos en que el relato dedica toda su atención a ambos personajes y abandona a Marty, se cuentan —al menos en lo que a mi respecta— como los más olvidables de toda la trilogía, no consiguiendo Christopher Lloyd y Steenburgen hacer creíble una relación que, aunque justificable desde cierto punto de vista, es incapaz de generar ningún tipo de interés en un espectador que espera, ahora que la saga llega a su fin, poder asistir a acontecimientos que no provoquen una constante sensación de dèjá vu.

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Afortunadamente, hay mucho de eso que el público sí quiere ver como para que el lastre de ritmo en el que se encalla la cinta cada vez que su atención vira hacia Doc y Clara se termine convirtiendo en algo más que una molestia pasajera: a los ya citados guiños para los amantes del género —atención a los familiares rostros de los parroquianos del salón de Hill Valley o al lugar donde se rueda la atribulada llegada de Marty a 1885—, culminados en un homenaje en toda regla a cierto filme de Clint Eastwood que no mencionaré, se une, cómo no, todo el tramo final en el tren, un vertiginoso climax en el que Zemeckis demuestra otra vez —y van…— que es un narrador consumado, planteando una escena que, sin necesidad de recurrir a piruetas imposibles y a un montaje apabullante, consigue mantener al espectador agarrado a la butaca durante la totalidad de su duración.

Quien tampoco yerra en sus decisiones es Alan Silvestri: manteniendo las sonoridades que llevaban caracterizando a la saga desde su primera entrega, Silvestri tiene aquí la oportunidad de innovar sobre el tejido musical con una partitura que, alejándose de lo anodino y repetitivo de la segunda entrega, rescata a principios de la década de los noventa el espíritu del western de Steiner, Tiomkin y, sobre todo, Bernstein, con un tema principal que recuerda, y cómo, al que el desaparecido músico compusiera para ‘Los siete magníficos’ (‘The Magnificent Seven’, John Sturges, 1960).

El trabajo de Silvestri, unido a la espléndida labor de Fox y de un hilarante Thomas F. Wilson, a la dirección de Zemeckis y a un diseño de producción fantástico, se elevan como las mejores bazas de una conclusión que, como apuntaba más arriba, deja un sabor agridulce en el espectador por dos motivos fundamentales: el primero, por no conseguir traer de vuelta las sensaciones que la primera parte de la trilogía siempre consigue provocar en cualquier revisionado que se le haga; el segundo, y más importante, porque con su último plano, se cerraba una saga que, sopesada de forma global y aún con los evidentes defectos que he comentado, es una de las cinco mejores trilogías de la historia del cine. Ahí es nada.


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