Tras haber visto sus infructuosos intentos de instaurar la animación por captura de movimiento como una nueva y revolucionaria forma de hacer cine, tener que soportar las críticas de innumerables medios hacia las tres olvidables propuestas pertenecientes a dicha apuesta, ver arrastrado hasta cierto punto su intachable nombre y su brillante trayectoria por una obsesión a todas luces incomprensible y observar como la industria le daba la espalda a ulteriores proyectos que hubieran seguido insistiendo en el uso de la citada tecnología; estaba muy claro que a Robert Zemeckis sólo le quedaba una opción, volver a la imagen real y hacerlo con un filme que dejara claro que el cineasta que había sido hasta ‘Náufrago’ (‘Cast Away’, 2000) no se había esfumado sin dejar rastro.
La duda que quedaba era si Zemeckis volvería por sus antiguos fueros y se aseguraría un cierto respaldo del público o, por el contrario, arriesgaría en incursionar en nuevos territorios sin explorar para que este regreso al “cine tradicional” fuera toda una llamada de atención sobre sus aún intachables cualidades narrativas, una virtud de la que el realizador ha demostrado ser incuestionable valedor una y otra vez y que ni siquiera sus coqueteos con la animación digital han mermado —como ya pudimos ver en los artículos correspondientes a ‘Polar Express’ (id, 2004), ‘Beowulf’ (id, 2007) y ‘Cuento de Navidad’ (‘A Christmas Carol’, 2009).
Desafortunadamente, la elección de Zemeckis de la historia que supondrá su último filme hasta la fecha —a la espera continuamos de que el cineasta anuncié cuál será su próximo proyecto— resulta tan irregular que, sino fuera por su magnífico tramo inicial y por el trabajo por él efectuado, estaríamos en disposición de afirmar que, como otros muchos productos que trascienden a la gran pantalla por motivos que uno desconoce, ‘El vuelo’ (‘Flight’, 2012) no es más que un telefilme venido a más por la inyección de capital que suponen sus escuetos 31 millones de dólares de presupuesto, una cantidad muy modesta para alguien que llegó a manejar cerca de siete veces más con anteriores títulos.
Como decía, lo mejor de ‘El vuelo’ desde el punto de vista de trama y dirección se centra en sus primeros cuarenta minutos. Un arranque fantástico que, no obstante, parece un grito consciente por parte de Zemeckis de vapulear y llamar la atención a la desesperada de todos aquellos que lo habían criticado hasta la fecha, mostrando el director con suma franqueza un desnudo femenino frontal y el consumo de drogas y alcohol por parte de la estrella del filme, un Denzel Washington en el que reposa no poca responsabilidad acerca de la solidez de lo que se desarrolla una vez trascendido ese primer acto de la cinta.
No cabe duda de que, de él, lo que resulta a todas luces más destacable es la espléndida y asombrosa visualización que Zemeckis hace del accidente de avión que sirve como desencadenante del “drama humano” en el que después derivará el metraje: echando mano, como ya comentaba antes, de esa claridad narrativa que siempre le ha caracterizado, y volviendo a demostrar que a la hora de integrar los efectos visuales hay muy pocos cineastas que estén a su altura, Zemeckis se saca de la chistera una secuencia que corta el aliento y que supera a todas luces a aquella que, hace trece años, suponía el punto de ruptura argumental de su anterior filme de imagen real.
Con esta espléndida muestra de su mejor hacer como punto álgido de la proyección, el resto de la historia de Whip Whitaker, un piloto de avión con severos problemas de adicción que salva a la práctica totalidad de los pasajeros del vuelo que comanda de una muerte segura para después ser investigado por posible conducta criminal, se mueve en los mismos términos que lo haría cualquier drama de tres al cuarto firmado por cualquier director poco o nada reconocido y sólo la providencial inclusión de Washington y los secundarios que le rodean, evitan el completo descenso de la producción al infierno de la apatía y el sopor que termina por embargar al espectador ante una historia de redención que, tirando de clichés, personajes arquetípicos —el borracho que quiere dejarlo, la adicta que quiere dejarlo, el abogado que tiempo ha dejó sus escrúpulos…— y situaciones de manual se ha contado hasta la saciedad en numerosas ocasiones.
Es pues en la labor de un Washignton que cuaja aquí uno de sus más grandes papeles —y eso es mucho decir de un intérprete con una trayectoria impecable— y en el apoyo de Kelly Reilly, de unos sólidos Don Cheadle y Bruce Greenwood y de las dos brillantes intervenciones de John Goodman —en un personaje que recuerda, aunque algo descafeinado, a su Walter Sobchak de ‘El gran Lebowski’ (‘The Big Lebowski’, Joel Coen, 1998)— donde reside de forma asilada el único interés de una producción que, con sus aspectos técnicos cuidados como ya es norma en Zemeckis, y con una banda sonora minimalista y anodina de Alan Silvestri —algo que, por otra parte, era lo que exigía el filme— queda como un primer pero muy insuficiente paso en la recuperación para la gran pantalla de, y lo he dicho muchas veces, una de las mejores voces cinematográficas que ha dado el cine de los últimos treinta años.